VIII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


UN VIAJE Y UN SUEÑO

Lucia Alcazar Lara

El hombre salió de la consulta con el corazón encogido, pues el médico le había informado que le quedaba poco tiempo de vida. Volvió a casa y se desplomó en el sofá. Encendió la televisión para evitar deprimirse y ante sus ojos brilló una multitud que abarrotaba una plaza, esperando el chupinazo. El corazón le empezó a latir con fuerza de la emoción.
El hombre despertó sobresaltado con un hilo del sueño atado aún a sus pensamientos. Se vistió rápido y fue a la consulta del médico.
-Está usted perfectamente- le dijo el médico.
El hombre salió de la consulta con una decisión tomada, ya no tenía ninguna excusa para no hacerlo. Fue a su casa e hizo la maleta, sin olvidar meter unos pantalones blancos, una camisa blanca y un pañuelo rojo.
 

EL REGALO

Antonio Polo González

Las arritmias no es que sean antitaurinas, es que han acabado con mi carrera. Esa con la que había soñado tantas veces, una carrerita corta, sesenta metros, justo a la altura de la testuz, con la mirada al frente mientras el toro aparta corredores a su paso y yo los sorteo sin desviar la mirada del fondo del callejón.
“El colesterol alto es lo que tiene -dice Ignasi- que te engorda la vena y te pesa el culo”. Ignasi no solo tiene razón porque es cardiólogo, es que además tiene veinte años menos que yo y a él no le pesa nada -por ahora.
A eso de las seis y media ya estábamos en pie dispuestos para desayunar antes del encierro. “Unos churritos pediría yo ahora, fíjate Ignasi”. “Si, hombre y unos huevos con bacon, algo de chistorra y un carajillo para entrar en la Historia -contestó. Entonces me pasó un zumo y tomó el periódico y empezó a enrollarlo para la ofrenda al santo. Más tarde se oyó el chupinazo y tras una algarabía al final de Estafeta, en un claro vi que Ignasi, corría a la altura de la testuz del toro en un carrera limpia. Mi carrera, su regalo. 

LA ÚLTIMA CORRIDA

Santiago Navajas

Fue el 7 de julio del año 2036 «d. e. c.» (después de la era común), a las siete de la tarde, cuando la última corrida de toros del planeta tuvo lugar en Pamplona. La plaza estaba a reventar, con todas las localidades vendidas hacía meses. Pero, paradójicamente, no había ni un aficionado taurino entre el numeroso público. Ninguno de ellos, una minoría cada vez más exigua y perseguida, como los aficionados a la música de Schoenberg o al patinaje artístico sobre hielo en Nigeria, quiso presenciar la agonía de un espectáculo que había sido democráticamente condenado como «cruel y denigrante». Por el contrario, los animalistas y demás enemigos de la «Fiesta» se arracimaban a través de los tendidos, dispuestos a soportar la representación sangrienta que les horrorizaba para lograr certificar su cese definitivo. Un joven matador, apenas un novillero, se había ofrecido a torear aquella última corrida ya que las grandes figuras se habían negado a participar en aquel simulacro. Toro tras toro, sin embargo, fue callando desprecios y denuestos. Su capote fue genial; su muleta, sublime. Nunca un torero en San Fermín había cortado siete orejas y dos rabos en una tarde. Incluso, durante el cuarto toro, se escuchó un tímido «¡olé!»