VII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


DE ESTRENO

Jose Ignacio Señan Cano

Este año estoy de estreno. El pañuelico rojo al cuello en cuanto suene el chupinazo, la camisa y el pantalón más blancos que nunca, las zapatillas, y la faja enrollada a la cintura con los flecos colgando. Vamos como un pincel.
Lástima que no pueda lucirlos.
Me miro al espejo y por un momento me acuerdo de aquel maldito año en el que me reventó un Torrestrella contra el vallado en Mercaderes. Y todo por ayudar a un «guiri» que había tropezado y no sabía el hombre ni dónde estaba. ¡Qué le vamos a hacer…! Desde entonces no puedo correr y vivo las fiestas de otra manera.
Me meto en mi mundo. Me asomo por mi ventanita interior y miro a la gente sin que ellos me vean. Te aseguro que soy más feliz ahí dentro que corriendo cada mañana delante de los toros.
Hoy no sé en qué mundo me meteré. No sé si seré el «japonés» o la «abuela». A lo mejor hasta me meto en un «kiliki» y me convierto en «napoleón» o en el «verrugas».
Aunque si te digo la verdad, no me gustaría ser «caravinagre», que yo creo que no soy tan mala persona, hombre.
 

LLEGA

Juan Vega Romero

Llega la fiesta de San Fermín, la que espero todo el año para recorrer los ochocientos metros y pico como se ha hecho desde siempre, desde antaño.

Suena el chupinazo, ese que atraviesa el aire igual que me cala el alma. El pañuelico rojo que libero de mi muñeca y enarbolo al aire y lo anudo en mi cuello aliviando el nudo de mi garganta.
Sepultado entre el vallado y los mozos, corriendo delante de los astados, junto al vitoreo de la gente. Con la respiración acelerada del toro y la mía que se hacen una.

Y van quedando atrás los encierros y el Riau-Riau; los gigantes, los kilikis y los zaldikos.
Y cuando llega el momento fatal, el pobre de mí y me aferro a lo inevitable, me desprendo del pañuelo al que daré un último uso de consuelo secando mis lágrimas en él, con la tristeza y la alegría de que sólo faltan trescientos cincuenta y seis días para usarlo otra vez.

 

127 METROS/GUIRIS

ángel De Dios Rubio

127 METROS/GUIRIS
De pronto me encontré solo en la cuesta de la estafeta. Del fondo subían, atropellados, cientos de exclamaciones y griteríos espeluznantes. Mis compañeros de carrera se habían volatilizado y camuflado entre los miles de pañuelos rojos que, a la velocidad de transito de una croqueta por un esófago hambriento, me adelantaban por ambos lados. Eché a correr como repartidor de pizzas, desbrozando el campo de minas que dibujaban los guiris abandonados a su suerte por el suelo. En la curva siguiente, las camisetas multicolores, amontonadas entre un aquelarre de brazos y piernas dislocados, formaban un muro imposible de escalar. Tocaba reaccionar en suspiros de segundo. La marabunta de bueyes y manchas blancas enloquecidas se abalanzaba sobre mi integridad anímica. Era un horno, de pronto, la fresca mañana de aquel irregular verano.
En el último instante, y animado por lo escurridizo de la calle, regada por las lluvias de la última madrugada, me arrojé al suelo de espaldas, deslizándome hacia la empalizada de la esquina y traspasándola, por debajo, como una exhalación. Mi lacerado cuerpo se detuvo ante unas zapatillas rosas, relucientes, impolutas. Unas enormes piernas hicieron elevar mi vista hasta sus sonrientes ojos, color crema, y me deshice en ellos.