Seguimos completando podio. Segundo y tercer clasificado en la I edición


2º clasificado: EL CHUPINAZO, de Ginés Mulero

¡Viva San Fermín! La mecha prende y el cohete sisea hasta ascender abriendo el trozo de cielo en júbilo. En la Plaza del Ayuntamiento llueve el cava y una explosión de cánticos incendia con benevolencia mi entrada en la mayoría de edad. Unánimes cantamos “Todos queremos más… libertad”. Como un solo cuerpo unido por una faja roja, vehementes, botamos. En un castellano roto, la muchacha escandinava que de frente me frota con sus senos exuberantes, duros como piedras, tararea en mi oído: “…porque bebiendo vi-no nos co-no-ce hasta el Pa-pa”. La sangre viaja en palpitaciones por la autopista de mis venas. Hemorragias varias de pudor aúnan esfuerzos concentrándose en un lugar común. Sus labios mojados de zurracapote sellan los míos y temo que el ajoarriero del desayuno la eche para atrás. Especulo que los de la Peña La Jarana que nos rodean se mofen… Mi ardor es abarcable y la rubia lo ataca, por encima del pantalón. Lejano oigo un “…que te ha pillao el carrico del helao”, y cierro los ojos imaginándome a Hemingway y San Fermin conversando sosegadamente sobre mí. Levanto las pestañas regresando al mundo. No está. Un río humano se la ha llevado. Pobre de mí…

3º clasificado: FIN DE FIESTA, de Alberto Montoya

Eran las doce pasadas. Sonaba la última traca del Pobre de Mí, y la gente, aunque ya en menor cantidad que otros días, alborotaba el ambiente, aún con ganas de fiesta. A su alrededor, las peñas animaban mientras la muchedumbre cantaba emocionada, los niños, jugando, evitaban a toda costa que se cayera la cera de las velas como si de un tesoro se tratara, para la gente joven aún daba tiempo para una última noche de excesos… No parecía un fin de fiesta, sino el comienzo de otra, como si los días no pasaran factura a los espíritus allí congregados. Recogió su manta, envolviendo con ella las gafas de plástico de dos euros, las pulseras de cuero ennegrecido y aquellos típicos sombreros de vaquero que tanto animaban la media altura de los bares. Nadie se había fijado en él, solo era otro vendedor de piel oscura y curtida, al que todos intentaban regatear hasta el empalago, otro “pobre hombre que tiene que ganarse el pan mientras otros derrochan sin parar”, como pensaban los que le observaban. Pero él estaba orgulloso, todo había vuelto a salir perfecto. Sigilosamente, se adentró en las oscuras calles, dejando atrás la fiesta. Su Fiesta.