Por un puñado de pipas 4


Los reventas nos entraron donde el Moreno, el que echaba al  arrebuche los viernes caramelicos o premiaba con un una pasta marrón con azúcar glas al primero que diera una vuelta corriendo a la Plaza de Toros (el Moreno era un adelantado del marketing; a la del otro kiosko, la de enfrente de los Escolapios, a la que llamábamos la bulldog, no le comprábamos nunca —o casi nunca—, aunque nos pillara más cerca del colegio).

—Eh, chavales, si os ponéis en esa fila —señalaron la taquilla de la plaza los reventas— os damos veinte duros y os compramos una bolsa de pipas de las grandes, para que os entretengáis mientras esperáis.

Y antes de contestar ya nos estaban agarrando del brazo, con las manos sudadas y las uñas negras por la tinta de las entradas y la roña de los billetes,  y llevándonos a la cola.

—El dinero luego, las pipas aquí las tenéis —dijeron.

Y allá nos pusimos a esperar a que abrieran las taquillas, pelando pipas, clic, clac, y cada una sonaba como algo que se quebraba por dentro de nuestros cuerpos. Acojonaditos, estábamos. Sin atrevernos a mover un solo músculo (que no fuera el de cascar pipas).  Después ya apareció el borracho aquel, y empezó a decir tonterías, y más tarde el antitaurino, con sus carteles cutres y su voz de trueno enfermo, y el borracho se solidarizó con él: “Las plazas de toros hay que reconvertirlas”, decía, “concursos, concursos de polvo sobre la arena, habría que hacer”, y las familias enteras de gitanos que también guardaban cola junto a nosotros se retorcían de risa en sus sillas de camping oyéndole e imaginándose a unos cuantos payos blancuchos con el culo al aire, y así nosotros poco a poco nos íbamos relajando y sacudiéndonos el miedo.

Después se fueron los dos, el borracho y el antitaurino, y los gitanos se echaron una siesta, y a nosotros se nos acabaron las pipas y decidimos abandonar nuestro primer trabajo, porque pensándolo bien no había derecho, ahí, sin contrato ni nada.

Al día siguiente, quedamos como siempre donde la estatua de Hemingway. Y como siempre mis amigos llegaron tarde. En realidad, no sé ni si llegaron, porque mientras estaba esperándoles, de repente vi venir pisando muy fuerte y con el ceño convertido en una grapa a uno de los reventas que la tarde anterior nos habían comprado las pipas. Salí pitando. Yo nunca había ganado una de aquellas carreras que organizaba el Moreno, pero estoy seguro de que ese día di la vuelta a la Plaza de toros más rápido que nadie nunca.

Durante todos aquellos sanfermines no pude quitarme del brazo el olor a tabaco negro y a billetes que pasaban de mano en mano. Y durante varias semanas, por mucho marketing que hiciera el Moreno, la bulldog ganó un nuevo cliente.


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