Los magníficos seises de los seis magníficos.


Eran una cuadrilla singular. Inigualables. Los seis magníficos. Uno menos que lo siete. Seis chicarrones del Norte. De Pamplona de toda la vida. La mar de sanfermineros. Castas a más no poder. Circunspectos en lo individual y nada retraídos en lo colectivo, desde que eran adolescentes los días seises de cada Julio lo daban todo. Morían con las alpargatas puestas. Pero ya rondaban los cincuenta y las cosas habían cambiado un poco. En los últimos años, mientras que para el resto de los mortales los Sanfermines comenzaban el seis a las doce del mediodía con el Chupinazo y finalizaban el catorce a las doce de la noche con el Pobre de Mí, ellos sólo disponían del día seis para poder reunirse todos juntos y poder participar de una u otra forma en casi todos los actos recogidos en el programa oficial de las fiestas. Por las circunstancias de la vida, se habían visto obligados a condensar sus Sanfermines en un solo día, el magnífico seis.

Por eso los seises de los seis se las traían.

Organizaban la quedada bien pronto, Para las ocho y media de la mañana. En algún lugar no muy «Apartado» del centro para tomar un buen desayuno. Asentado el estómago, se dirigían después en «Procesión» hasta la capilla de San Fermín en la Iglesia de San Lorenzo para postrarse ante la figura del Santo. Disfrutaban mucho de ese » Momentico» a solas con el morenico, al que mostraban todo el respeto, fervor y misticismo del que siempre le hacían gala: pilar fundamental en sus vidas, de bien nacidos es ser agradecidos. Acto seguido, para que no les pillase el toro cuan «Encierro» mañanero cualquiera, iban corriendo para deglutir el tradicional almuerzo hasta su «Peña» particular, el piso de uno de ellos en pleno casco Viejo que ese día hace funciones de casi todo. Menú sencillo por delante: huevada frita con todos los sacramentos convenientemente regada por elixires varios a base de bien. En la sobremesa, saboreando un brownie pelín hormigonado y un espumoso sorbetillo, breve tertulia con chascarrillos varios, recuento de anécdotas memorables de los sanfermines anteriores y repaso con gracia a la actualidad local, nacional y mundial. Como colofón al convite, un » Riau Riau » cantado al unísono con mucho » Gorgorito» suelto, y presurosos hacia la Plaza Consistorial para poder vivir el » Chupinazo» con la misma ilusión de siempre.

Una vez estallaba el cohete, aún les quedaba mucho día por delante. Jamás renunciaban entonces a otro de sus clásicos. Gran gira vespertina por los bares míticos de siempre, contrastadas y concurridas plazas de primera categoría como » La Monumental de Pamplona » en las que todavía eran capaces de demostrar la maestría y el arte torero que siempre habían atesorado años atrás. En aquellos templos habían lidiado numerosas faenas, habían vivido muchas tardes de gloria y se habían ganado la admiración de todo el respetable, jugándose la vida y arrimándose hasta más no poder, pero la verdad es que el tiempo pasaba para todos, también para ellos, y ahora que sus figuras recordaban cada vez más a las de Antoñete o el Formidable, recibían cierta indiferencia por parte de la afición. Casi nadie los reconocía. Ni se les valoraba su aportación a la Fiesta ni al gremio de los hosteleros. Pero les daba igual. Se la sudaba. Estaban ya de vuelta de todo. A » Cabezudos» no los ganaba nadie y sin desparramar ni una sola gota de los katxis y cubatas, eran capaces de brincar y bailar toda la tarde mejor que los «Gigantes» al compás de la música que » La Pamplonesa » tocaba cada mañana en » Las Dianas».

Bien entrada la noche, con muchas horas ya de juerga a cuestas, mucha txaranga y fanfarria en sus cuerpos serranos, sus cabezas empezaban a dar más vueltas que «La noria» y a escuchar más ruidos que si estuviesen en el centro de » Las barracas». Uno a uno, comenzaban entonces a entonar apesadumbrados el » Pobre de Mí» y sin «Mulillas»,»Zaldikos» ni » Autos de Choque» que los transportasen, regresaban danto tumbos a sus domicilios. Nada más llegar, por lo general, se acercaban sin demora al baño para sacudir algún que otro «Estruendo», echar más chispas que el » Torico de fuego» y desplegar alucinantes colecciones de «Fuegos artificiales». Meter dinamita y pólvora en el cuerpo durante todo el día es lo que tiene, que por algún lado tiene que salir.

Al día siguiente, 7 de Julio, cuando despertasen, los Sanfermines habrán concluido para ellos. Da igual. Resacosos perdidos, serán felices. Inmensamente felices. Un año más lo habrán logrado. Habrán disfrutado a tope de otro magnífico seis. Lo habrán dado todo. Habrán muerto con las alpargatas puestas. Para eso son unos castas a más no poder. La mar de sanfermineros. De Pamplona de toda la vida. Seis chicarrones del Norte. Uno menos que los siete. Los seis magníficos. Inigualables. Eran una cuadrilla singular.