Los Corrales del Gas.


8 de Julio, Corrales del gas. Pamplona

12:00 PM.

25º.Sol en todo lo alto.

 

Don Eduardo aún no se ha recuperado de la impresión del último día. Eso de ver a su camada furibunda luchando contra el caos le ha dejado tocado. Gracias a Dios, ninguno de los seis bureles ha resultado dañado de gravedad. No así dos cabestros que perecieron en el fragor de la batalla, entre el torbellino de arena  y miuras.

 

Aún así, han tenido que apartar a Minutón del resto de la manada. De otra manera, habría acabado con sus hermanos. Aún no alcanza a entender el porqué de su comportamiento. Apenas ha querido probar bocado desde entonces .Don Eduardo y Minutón. Almas gemelas. Mortales ambas.

 

Para gemelas mortales el pechamen de la francesa, sonrió para sus adentros, mientras aspiraba el habano… Aún le parecía verla en la balconada de los corrales, ajena al espectáculo. Y aquellos ojos verdes, fríos y atemperados. Era tan real su presencia que juraría que aún la podía ver, con su vestido verde y grana, a juego con los colores de la ganadería.

 

Estupefacto, contempló no sin incredulidad y enfado que, en efecto, ella permanecía de carne y hueso en este mediodía, en los corrales del Gas, a escasos cinco prudentes metros de él.

 

-Bonjour, Don Antonio- asestó Melisse condescendiente.

-Buenos días señorita- respondió inquieto el sevillano, asintiendo con su sombrero.

 

Esta vez no estaba escoltada por el inquietante personaje del sombrero y que tan extraña pareja hacía con ella. Tampoco llevaba su añorado vestido  pero si otro color carmesí que lograba el mismo efecto hipnótico. Una pamela del mismo tono lograba una  tremendísima sombra que ocultaba su rostro del descarado sol, desbordando clase de manera demencial. El humo del cigarrillo aún le daba un aire más inquietante. Galoise frente a cohiba, cara a cara, en un palmo de terreno.

 

-Tengo un mensaje para usted Don Antonio- ahora sí que le brillaban los ojos.

-Me va usted a desgastar el nombre- respondió el mayoral, notándose la boca seca.

-Tengo que ver al toro de ayer- otra vez el humo francés abofeteando su rostro- la cosa, como dicen ustedes, va con él.

En cualquier otra ocasión Don Antonio le habría mandado a freír espárragos pero se sorprendió a sí mismo contestando sin pensar.

-Eso ya lo veremos; vamos, está aquí cerquita. Además, llega usted a tiempo, hay que darle de comer y beber.

-¿A quien de los dos?-el perfume francés que envolvía al bombón gabacho era de los que no se apagan en tres días.

 

Eso sí que era una media verónica y no lo que hace Morante, musitó para sus adentros.

 

– Si aprende usted a comportarse- replicando al quite -podrá hacerlo con ambos.

-Pourquoi pas- terminó el lance de manera afrancesada.

 

Descendieron por unas escaleras de caracol, de tal manera que, sin querer queriendo, chapuliando, pudo contemplar unas infinitas piernas apegadas a unos zapatos de agujas prominentes. Su estruendo llegó con facilidad al corral donde Minutón, de pie, les aguardaba.

 

-Cuidado señorita, está usted pisando terreno peligroso.-Quítese el sombrero, aquí no tiene sentido.

 

Bajo el tejadillo de los corrales, de pie, Minutón, salinero, mortal de necesidad, les contemplaba con la cabeza erguida, abriendo sus conductos nasales de tal manera que parecía inhalar los aires de la provenza francesa. Ellos, detrás del burladero, apretados, justo asomando los ojos, contemplaban como el burel despreciaba el pienso y el agua que calladamente le habían colocado a su vera, vigilándoles de manera siniestra, a la distancia, esencia miuresca.

 

-Hay un complot para cometer un atentado el último día de sanfermín, y ese toro formará parte del engranaje-le susurró a la oreja.

-Explíquese más, mademoiselle, que no le entiendo Na.

-No sé nada más, tan sólo he venido a prevenirle.-contestó volviendo a su hieratismo inicial.

 

Don Eduardo, quitándose el sombrero, se colocó en el sitio preciso. Ahora sí que tenía rabia por dentro. Notaba las venas hinchársele en la testa y en la siniestra. Ganando más, como siempre, la siniestra, extendió el brazo, rodeando el curvilíneo cuerpo y le lanzó un beso proveniente de lo más recóndito de la dehesa sevillana, con cumplida destreza y puntería.

 

Las décimas de segundo se convirtieron en largos y húmedos segundos. Esos segundos, en  alargado minutón. Éste, largo, lascivo, hierático, silencioso, salinero y mortal, al lado, forzando el trío más inusual que se ha visto al oeste del Arga. En los corrales del gas, el tercio permanece sanfermineramente acorralado.

 

 

(Continuará…)