Completando el cuadro (clasificados 7º al 10º)


7º clasificado: «Ruidos» de Gabriel González Ortiz

La mujer ciega del segundo piso se asomó a la Estafeta con el tercer cohete. Se notaba que era lunes, porque las zancadillas de los mozos destacaban sobre el espeso murmullo del miedo. ¡Buuun! Ya habían chocado contra la curva. La gran ola de gritos y cencerros se acercaba. La mujer apretó los ojos y no tardó en distinguirlo. Había desarrollado una increíble habilidad para detectar, entre todo el amasijo de ruidos, el fino tintineo de los dos anillos que colgaban del cuello de su hijo. Lo escuchó llegar por su oído derecho, y en nada ya se alejaba por el izquierdo. Los anillos chocaban cada vez más rápido, como agobiados. Había cogido toro. Enseguida bajaría la cadencia, se apartaría de la manada, volvería con churros. Pero esta vez los anillos desaparecieron del radar, engullidos por un repentino chillido coral. Ni rastro. Apretó más los ojos. Nada. Y estalló el silencio, como si toda la Estafeta, incluida ella misma, se hubiera sumergido bajo el agua. Solo escuchaba su corazón, pezuñas galopando contra el pecho.

Un cohete, la tele detrás, dos sirenas al fondo. La mujer resintonizó sus oídos. Un anillo rodaba por el adoquín mientras otro tamborileaba sobre una alcantarilla. Luego llamarían al timbre.

 

8º clasificado: «La razón de la sinrazón» de Mikel Ilundain Marina

Los niños lloraban del susto, las abuelas comentaban el vandálico espectáculo y una pareja de australianas se hacía selfies. “Es una vergüenza”, repetía la multitud en torno al desastre. Dos maltrechos zaldikos ayudaban a levantarse a Caravinagre, que en la refriega había perdido su característica nariz. En el suelo, restos de cartón piedra, un cabezudo sin sentido y —lo más triste— los gigantes de la comparsa, destrozados. El peor parado era el rey europeo: atravesado de parte a parte, los brazos despedazados y la cabeza separada del cuerpo. Fue el que recibió la primera embestida y con el que más se ensañó aquel loco que apareció de la nada. No había sido fácil reducirlo, pero al fin, dos municipales llenos de arañazos y chichones conseguían meterlo esposado en el furgón. Unos mozos de peña, que casi lo linchan, golpeaban las ventanas y lo insultaban. Ignorando el alboroto, aquel hombre enjuto mantenía un aire digno, pese a una oreja rota de un porrazo y cuatro dientes menos. Un hombre menudo con cara de espanto se abrió paso hasta el vehículo y el detenido sonrió orgulloso. “Y dime Sancho, amigo: ¿quién es loco? —preguntó al escudero—. ¿No juré yo que estos nada tenían de molinos?».

 

9º clasificado: «El Coletas» de Pedro Pablo Del Guayo Litro

Aún me emociono al recordar lo que me ocurrió la primera vez que salí como el Coletas. Fue un 8 de julio de 1979. Estaba en la Plaza del Castillo, persiguiendo a tres críos, cuando todo se volvió borroso. No veía nada y un barullo de sonidos invadió mi cabeza.

Al poco aparecieron ante mis ojos un sinfín de imágenes que se mezclaban unas con otras. Había chiquillos con boina y largos blusones; antiguos coches y carros de caballos; caballeros con chistera que saludaban cortésmente a señoras con sombrilla. Grupos de mozos bailaban junto a la fuente de la Mariblanca, mientras se hacía la noche y todo se iluminaba con farolas de gas. La silueta de los gigantes pasó junto a la fachada del Teatro Gayarre, pero que ahora cerraba Carlos III. El cielo brilló con un túnel de mil bombillas encendidas, mientras se alzaban hacia las nubes extraños globos aerostáticos. Escuché un aplauso ensordecedor y al girarme descubrí a Sarasate saludando desde un balcón.

Lentamente todo empezó a desvanecerse. Pero antes de que desapareciesen, me fijé en un joven que llevaba a un niño sonriente de la mano. Se acercaban hacia mí y en sus pequeños ojazos verdes pude reconocer a mi abuelo.

 

10º clasificado: «Darse la vuelta» de Elena Vidaurre Orayen

“Hay que aprender a darse la vuelta”. La frase se la oí a Iñaki en una de esas conferencias que daba a los niños en los colegios de la comarca.

“¿Es por eso por lo que no llegaste hasta la cima?” Le había preguntado cándidamente uno de aquellos pequeñajos, suponiendo que subir hasta los ocho mil metros sería algo tan chupadico como acercarse hasta el baño del corredor sin pedir permiso a la seño. Y el alpinista se había quedado pensativo sin saber qué contestarle.

“La montaña es un ser vivo y hay que respetarla. Si se enfada contigo te puede dar un disgusto muy grande”. El niño se había quedado mirando con los ojos muy abiertos, intentando ponerle boca y nariz a una gran roca.

“¿Algo parecido a un toro bravo?”

“Sí; eso es. Como un toro bravo  en el encierro.”

El montañero cogió  al niño del mentón  y le levantó la cabeza firmemente.

“Déjame que te dé un consejo, chiquitajo. Cuando llegue el día y te decidas a correr, piénsatelo bien, y, si te asalta la más mínima duda, entonces no corras.” Acariciándole levemente el moflete,  concluyó. “En el encierro como en la montaña, hay que aprender a darse la vuelta”.