Capítulo -II 3


13 de julio, calle de La Estafeta, 6 de la mañana.

La imagen de los empleados de limpieza escoltados por alevines de la Policía Foral intentando limpiar la calle, repleta de desperdicios originados durante la noche sanferminera, formaban un conjunto surrealista. Era así debido a la oposición fehaciente de los mozos trasnochadores que, cual discoteca ibicenca, seguían bailando, gritando, aullando, cantando y negándose en rotundo a abandonar esa calle por la cual dentro de unas horas correrían los toros. Tocaba además en fin de semana, lo cuál hacía que el gentío se hiciera aún más patente. Hordas de extranjeros, lugareños, borrachos, unos en pie y otros tirados en el suelo, socializaban ambiguamente con los primeros madrugadores, entre los cuáles se encontraba nuestro bigotudo héroe, Papytu Madre.

Había quedado nuestro protagonista a tan temprana hora para poder asistir al encierro desde una privilegiada ubicación: Un balcón en un primer piso situado a escasos metros del recorrido. Para más inry, la invitación se la había propuesto el pibón nórdico que había conocido en el baile de la alpargata el día anterior y con la que había congeniado magistralmente durante una inacabable  batería de ejercicios gimnásticos en su alcoba. Es verdad que los países nórdicos nos llevan años luz en todo, musitó, acicalándose el bigote.

Un empujón le hizo volver a la realidad. Un guiri, katxi en mano  color magenta, había resbalado debido a la invitación de un policía de abandonar el recinto, aderezada de sendos porrazos. En ello estaba entretenido hasta que vio acercarse un grupo de japoneses armados con cámaras de última generación comandados por una guía con la bandera nipona hacia donde estaba nuestro héroe. Mierda, balbuceó dentro de su bigote. Su infalible olfato le alertaba de un nuevo peligro. Y así era.

–Hola,- le saludó estampándole dos besos – ¿Eres Papytu? me manda Corinna.

–No me digas más, estás loca, borracha o ambas dos si piensas que voy a colaborar con la niponada que llevas pegada a tu culo.

–No te pongas así Papytu—le contestó con voz melosa– Me contó que te sacó de una buena y que ahora te corresponde cumplir a ti.

Sin esperar respuesta alguna, le tomó del brazo y se introdujeron en el coqueto portal que daba acceso a unas vetustas escaleras de madera, por las que subieron todos al primer piso. Mientras los japoneses tomaban posiciones en los balcones y daban uso de sus máquinas, la guía procedía a servir el desayuno en una amplia mesa. Se dirigió hacia él sin dejar de colocar minuciosamente tazas y cucharillas:

–Me contó que has corrido alguna vez  el encierro. Pues bien, hoy también lo harás, en compañía de esos dos japos. Han pagado una fortuna para estar aquí y no quieren volver sin haber corrido el encierro. Tú cuidarás de ellos. Además,  pertenecen a una organización a los cuáles debo algunos favores. No tienes opción a rechazar la propuesta. —Le comentó a la vez que le deslizaba un sobre. —Es para ti, por los servicios prestados. Saldréis a la calle cuando suene el primer cohete. Está todo arreglado.

Incrédulo, Papytu juró en arameo. Media docena de billetes de quinientos. Qué ingenuo había sido. Engañado como un principiante. La jugada había sido maestra y no tenía otra opción. Las dudas que le surgieron cayeron ahogadas bajo la media docena de binladens. El paseo por los valles nórdicos le reclamaba un alto peaje. Además, el reloj marcaba menos cuarto. No tenía tiempo que perder. Tomando una botella que había en la mesa, sirvió tres vasos y brindó con los nipones. Sabía a diablos. Era sake.

Situada en la puerta con las llaves, la guía. Detrás,  tras la puerta, Papytu primero y la extraña pareja detrás. Al mirar hacia atrás, vio que uno de ellos llevaba un bulto en la pantorrilla.  La cosa no pintaba nada bien. Estaba a punto de preguntarle cuando retumbó el cohete que anunciaba el comienzo del encierro. Seis toros por Santo Domingo, nuestro terceto por la Estafeta, dispuestos a encontrarse.

Como nadar a contracorriente. Eso fue lo primero que le vino a la cabeza. La gente, con cara asustada, frenética, marchaban a toda velocidad. No sin grandes esfuerzos, se colocaron en fila el trío, esperando la llegada de la manada. Los flashes empezaron a funcionar en la curva de Mercaderes, desembocando en la estafeta, a la vez que un griterío ensordecedor y una multitud de corredores se les echaban encima. Por el rabillo del ojo, vio que uno de los japoneses sacaba de su pierna un puñal con forma curva y su mirada se cruzó con la suya. Un toro abría la manada justo por la acera donde estaban situados. Empezó a correr. Delante de los toros y de la pareja nipona.

Todo sucedió en un instante, a una velocidad inverosímil. Pasó el primer toro por su izquierda, acompañado de dos mansos. Entonces, el brillo del puñal asomándose por la mano .Otros dos toros, hermanados, y los japoneses pegándose entre ellos ajenos al peligro que les acechaba. Papytu, intentando separarles. Fueron engullidos por la manada.  Instantes agónicos, pezuñas pisoteándoles y un estruendo producido por el galope de la manada. Se le hizo interminable, a pesar de que en cuestión de diez segundos la manada ya era agua pasada.

El cuerpo de un japonés, teñido de rojo, yacía en el suelo a su derecha. El otro, a la carrera, huía entre la multitud . Papytu a su vez, se palpaba su magullado cuerpo en busca de alguna herida. Sólo al día siguiente comprendió, al leer el periódico: el penúltimo encierro de los sanfermines había dejado un fallecido por herida inciso-contusa, con toda probabilidad por asta de toro. .Pai-Osi-Mei, uno de los jefes de la yakuza de Tokio, muerto en el encierro de Pamplona. La fotos de un corredor alto y con bigote y dos japoneses ,abrazándose entre ellos componiendo un vals mortal  en medio de la manada dio la vuelta al mundo.

Sólo Papytu Madre conocía que, en sanfermines, a veces, las probabilidades más remotas son las certezas más absolutas.

 

(Continuará…)


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