Patxi Irurzun - Escritor


Yoyó literario sanferminero 3

Los sanfermines han sido un tema recurrente en mi obra, oh, mi obra, una obsesión literaria. El primer libro en que aparecieron fue en mi segunda novela, Ciudad Retrete, en la que uno de los personajes, el chatarrero y enfermo mental Animal, abandonaba la ciudad imaginaria de Jamerdana, mi Macondo foral, y viajaba a Pamplona para vender pañuelos, fajas y gorros “Gora Euskadi” en un puesto ambulante.  Animal se liaba con una americana que iba hasta las trancas de sangría y acababan magreándose en plena calle, junto a la estatua de un hierático e impotente Hemingway, al contrario que la beoda y excitada concurrencia, que animaba a la pareja a pasar a mayores.

 

Ilustración  original de Tasio para la portada de Cuentos sanfermineros

Ilustración original de Tasio para la portada de Cuentos sanfermineros

Pero para entonces ya había escrito también varios cuentos sanfermineros y muchos de ellos habían sido publicados en periódicos, la mayoría por capítulos. Por entonces (a principios de siglo), la prensa era un buen medio para escribir de ese modo, y los sanfermines una época del año propicia, en que la venta y lectura de periódicos aumentaba. No había internet, ni Facebook, ni mierdas de esas con las que hemos avanzado mucho pero nos han vuelto a todos también un poco más bobos y a los periodistas y escritores mucho más pobres. Reuní varios de esos cuentos en mi siguiente libro, Cuentos sanfermineros, para el que escribí un prólogo que pretendía ser un ensayo sobre el relato sanferminero, y en el que hablaba del mismo como subgénero literario, o de la trascendencia desde lo local a lo universal en los temas abordados (primeros encuentros con las drogas, el alcohol, la muerte, el sexo, ah, no el sexo no, que estamos hablando de Pamplona…). En la presentación de aquel libro me acompañó Idoia Saralegui, que aquel mismo año, solo unos días después tiraría el chupinazo. Para mí eso fue un flipe. Por lo demás, entre los cuentos recopilados, había algunos de los que más alegrías me han dado, como Fiambre, en el que el personaje saca a pasear a su abuelo muerto en una silla de ruedas durante unos sanfermines, a modo de despedida; cuento que al cabo de los años adapté para una obra teatral con la que gané el concurso de textos teatrales del Gayarre; o como ¡Ese Tocho!, que narra las peripecias eroticofestivas de una alcaldesa de Pamplona y un portero de Osasuna, y que aunque inicialmente escrito para prensa local, fue censurado en la misma y eso le permitió recorrer mundo y aparecer en dos antologías: Golpes. Ficciones de la crueldad social, compartiendo cartel con autores como Manuel Vilas, David González, Eloy Fernández-Porta…; y Cuentos de fútbol, junto a otros como Julio Llamazares, Javier Marías, Roberto Fontanarrosa, Juan Villoro…, todos ellos, todos nosotros, traducidos al italiano. Mi cuento apareció en esta ocasión, curiosamente, bajo el título L, Animale.

Los sanfermines también están presentes en Dios nunca reza. Los sanfermines de 2008, en concreto, en los que fue asesinada Nagore Lafagge, de quien hablo en las páginas de ese diario, uno de mis libros más queridos y más tristes y dolorosos. Aquel año fue también el que mi hermano se rompió la tibia y el peroné saltando desde el tendido a la arena de la plaza, creyendo que aún tenía veinte años.

En ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!, también hay varios capítulos dedicados a los sanfermines más lúbricos, más sucios y más gamberros. En esta sí se folla. El protagonista, por ejemplo, con el rostro cubierto por una careta de Caravinagre (en la edición digital, en la de papel creo recordar que era de Verrugas) hace el amor con una teutona en un balcón de Navarrería, mientras neozelandesas con el pubis en llamas se arrojan desnudas desde lo alto de la fuente de la Navarrería. Como la realidad siempre copia a la ficción estoy seguro de que algún día sucederá algo así (de hecho, creo que ya el pasado año se rodó alguna película porno durante los sanfermines). Por lo demás, el protagonista, además de actor porno,  era un barrendero pamplonés, como yo lo fui durante unos sanfermines y un verano, sin que ningún redactor jefe fuera capaz de aprovechar esa circunstancia y estuviera dispuesto a publicarme una crónica desde dentro del corazón de la bestia en la que contara cada día cómo había transcurrido, qué habíamos encontrado entre las toneladas de mierda que excretaba la ciudad. Fue una oportunidad perdida para el que habría sido uno de los grandes momentos de la literatura sanferminera, del que solo pude resarcirme años después escribiendo en Diario de Navarra una columna sobre los sanfermines con silleta, es decir, sobre mis sanfermines como padre de niños pequeños. Por supuesto, no era lo mismo ni por el forro, pero creo que hay ahí todo un filón periodístico desaprovechado, el San Fermín gonzo, que cada año se sacrifica para escribir siempre los mismos y manidos reportajes: los objetos perdidos en la consigna, el precio de las barracas y de los cubatas, la metereología y la chaquetica por la noche…

Termino de enrollar este yoyo sanferminero y literario, añadiendo que también en mis dos últimas obras, las fiestas están presentes: con un cuento titulado El año de la lengua azul en la ciudad del mundo al revés, en La tristeza de las tiendas de pelucas (libro que fue finalista del premio Setenil al mejor libro de relatos del año 2013 y finalista del Premio Euskadi 2014 –esto lo digo siempre que puedo porque no lo sabe nadie, no se ha hecho público, solo lo sabemos yo y el cartero que trajo la carta certificada en la que se notificaba-) (en este relato, como consecuencia de una enfermedad contagiosa del ganado bovino,  los toros son sustituidos por avestruces en los encierros y las corridas por un Madrid-Barça con las camisetas de los equipos cambiadas); y también en Atrapados en el paraíso, aquí ya de un modo tangencial, cuando cuento como el chupinazo de 2002 lo viví en el basurero de Manila, transmitido vía SMS por mi chica.

 

 


Pereza 3

A mí los sanfermines cada vez me dan más perezaca,  la verdad, pero tampoco se me ocurre otro lugar mejor en el que estar durante esos días. Que yo sepa solo he faltado a la cita dos veces. Una fue durante los del 78, cuando mi madre cogió el 127 y nos sacó de Pamplona entre pelotazos y barricadas de fuego. Lo cuento aquí. La otra fue el verano en que estuve en el basurero de Manila, eso lo cuento en el libro que acabo de publicar, aquí (sí, ya lo sé, otro “yo-he venido-aquí-a-hablar-de-mi-libro-, pero es por no romper la tradición, en esta web). Aquella vez le pedí a mi chica, de la que me acababa de enamorar justo entonces, antes de irme de viaje durante cuatro meses,  que me mandara un SMS cuando tiraran el chupinazo. Pi-pí, el cohete estalló en mitad del basurero de Payatas y fue una de las veces que lo escuché de más cerca. Me emocioné y todo. Mi corazón era el bombo de una charanga. Por mis mejillas rodó una lagrimita que sabía a champán del barato y a huevos del Museo. En los huevos, precisamente me metió un cañonazo un chavalico del basurero con una lata de Pop-Cola a la que le había soltado una patada, devolviéndome de golpe a la triste realidad. Yo estaba a doce mil kilómetros de la plaza del ayuntamiento y me dolían los testículos y el corazón.  El chaval llevaba puesta una camiseta de Ronaldo (del de entonces, si llega a ser el de ahora le hago comerse la lata).  Del Ronaldo de Brasil, que acababa de ganar el mundial hacía unos días. Fue aquel mundial de los corronchos de Camacho. Qué risas nos echamos en un karaoke viendo el partido contra Corea. Años más tarde Camacho entrenaría  a Osasuna, quién nos lo iba decir,  luego lo echarían por paquete y él diría que porque algunos no le perdonaban que comentara –es un decir— los partidos de ¡España, España! en otro mundial (otro mundial con sanfermines). Joder, con Osasuna, por cierto. Yo hay algo que no entiendo. Bajan a segunda y todo se va al garete. Pero que Osasuna bajara a segunda alguna vez debería entrar dentro de lo más que  previsible ¿no?  Vivimos en un lugar en el que todo es chupilerendi hasta que no lo es y entonces resulta que no lo ha sido nunca. Bueno, que no sé, que a mí el fútbol cada vez me da también más perezaca. Un equipo que juega una final cada fin de semana al final aburre; o verlos un día sí y otro también en las portadas del periódico. A ver si en vez de eso un día ponen ya quién va a tocar este año en los conciertos de los Fueros.  ¿Se sabe algo? ¿Viene alguien que pueda hacer sombra al cartelón de Baluarte? Bueno, da igual, yo total no creo que vaya a esos conciertos. Para mí los sanfermines consisten ahora en andar pintando con un boli números de móvil en los brazos de los niños. Y tampoco sé si me apetece otra cosa. Como ya casi no me emborracho veo las cosas de otro modo. Los sanfermines ya no me parecen las fiestas de mi pueblo, sino un botellón en el parking de un Mercadona gigante. Los graciosos, los castas solo son patas borrachuzos que pueden pisar a mi hija. ¿Por qué está ese pavo meando en una pared si acabo de salir del baño y no había nadie esperando?… Bah,  será que me estoy haciendo viejo. Y además, la pereza es un pecado capital. Como la gula y la ebriedad. Puro San Fermín.  Este año creo que tampoco me los pierdo. Y si me los pierdo, me mandáis un SMS.

 

 


Por un puñado de pipas 4

Los reventas nos entraron donde el Moreno, el que echaba al  arrebuche los viernes caramelicos o premiaba con un una pasta marrón con azúcar glas al primero que diera una vuelta corriendo a la Plaza de Toros (el Moreno era un adelantado del marketing; a la del otro kiosko, la de enfrente de los Escolapios, a la que llamábamos la bulldog, no le comprábamos nunca —o casi nunca—, aunque nos pillara más cerca del colegio).

—Eh, chavales, si os ponéis en esa fila —señalaron la taquilla de la plaza los reventas— os damos veinte duros y os compramos una bolsa de pipas de las grandes, para que os entretengáis mientras esperáis.

Y antes de contestar ya nos estaban agarrando del brazo, con las manos sudadas y las uñas negras por la tinta de las entradas y la roña de los billetes,  y llevándonos a la cola.

—El dinero luego, las pipas aquí las tenéis —dijeron.

Y allá nos pusimos a esperar a que abrieran las taquillas, pelando pipas, clic, clac, y cada una sonaba como algo que se quebraba por dentro de nuestros cuerpos. Acojonaditos, estábamos. Sin atrevernos a mover un solo músculo (que no fuera el de cascar pipas).  Después ya apareció el borracho aquel, y empezó a decir tonterías, y más tarde el antitaurino, con sus carteles cutres y su voz de trueno enfermo, y el borracho se solidarizó con él: “Las plazas de toros hay que reconvertirlas”, decía, “concursos, concursos de polvo sobre la arena, habría que hacer”, y las familias enteras de gitanos que también guardaban cola junto a nosotros se retorcían de risa en sus sillas de camping oyéndole e imaginándose a unos cuantos payos blancuchos con el culo al aire, y así nosotros poco a poco nos íbamos relajando y sacudiéndonos el miedo.

Después se fueron los dos, el borracho y el antitaurino, y los gitanos se echaron una siesta, y a nosotros se nos acabaron las pipas y decidimos abandonar nuestro primer trabajo, porque pensándolo bien no había derecho, ahí, sin contrato ni nada.

Al día siguiente, quedamos como siempre donde la estatua de Hemingway. Y como siempre mis amigos llegaron tarde. En realidad, no sé ni si llegaron, porque mientras estaba esperándoles, de repente vi venir pisando muy fuerte y con el ceño convertido en una grapa a uno de los reventas que la tarde anterior nos habían comprado las pipas. Salí pitando. Yo nunca había ganado una de aquellas carreras que organizaba el Moreno, pero estoy seguro de que ese día di la vuelta a la Plaza de toros más rápido que nadie nunca.

Durante todos aquellos sanfermines no pude quitarme del brazo el olor a tabaco negro y a billetes que pasaban de mano en mano. Y durante varias semanas, por mucho marketing que hiciera el Moreno, la bulldog ganó un nuevo cliente.


La alcaldesa es una posesa (o el día que me saludó la Barcina) 4

Así me lo contaron y así lo cuento yo.

Fue un amigo que estuvo trabajando un año en una de las casetas de la feria del libro de Madrid:

—Una vez nos compró un libro una de las infantas, esa que dicen que es tontica—eso dijo mi amigo, yo no sé si es verdad, lo que sí sé es que la otra hermana es una lista—. El caso es que le sacaron un montón de fotos —continuó—  y ella se fue tan contenta con su libro; pero cuando se despejó la zona, apareció uno de los guardaespaldas y lo devolvió, devolvió  el libro. Y exigió también el dinero que había costado.

Fin de la cita.

Esto otro no me lo contaron, me pasó a mí: una vez, unos sanfermines, me saludó la Barcina. Yo estaba trabajando de barrendero, en el turno de noche. Empezábamos a las cuatro de la madrugada y acabábamos a  las diez o las once de la mañana, dependiendo de la cantidad de jiña que ese día hubiera excretado la ciudad y/o de la resaca que tuviéramos nosotros.  A la hora del encierro hacíamos una parada para almorzar, a la altura de Casa Marceliano.  Los bares de los alrededores solían invitarnos, no sé si por pena o por solidaridad. Pinchos. Caldico. Algunos hasta algún trozo de tarta (pero no diremos cuáles para que no los lleven a la Audiencia Nacional). También teníamos reservado nuestro propio hueco, entre las dos vallas, junto a los de la cruz roja, la prensa, los enchufados… Y fue por ahí por donde pasó la Barcina, por entonces alcaldesa (uno de los gritos de moda en el txupinazo aquel año fue, de hecho,  “La alcadesa es una posesa”). Muy pizpireta, muy diplomática, muy bienqueda con los currelas (“Hola, buenos días, buen trabajo”, dijo), muy bienqueda sobre todo con los fotógrafos, que inmortalizaron el momento. No sé si al día siguiente salió algo en los papeles, no quise mirar, me daba lacha que alguien pudiera reconocerme (no vestido de barrendero, por supuesto, sino saludando a la Barcina).

Y así habría quedado la cosa, de no ser porque media hora más tarde, cuando acabó el encierro y todo el mundo se había ido a comer churros y los fotógrafos a ver si al revelar les salía un premio Pulitzer,  mientras nosotros barríamos la mierda de la parte de atrás de ayuntamiento, aparecieron unos gorilas apartándonos a empujones y la Barcina se abrió paso entre ellos, y ya no saludaba, ni sonreía, y le daba igual que sus guardaespaldas nos empujaran, o desbarataran los montoncitos de basura que habíamos ido agrupando por el suelo… Se ve que la alcaldesa tenía prisa, que llegaba tarde a mover el cucu en el baile de la alpargata con Vargas Llosa, a decir “Que vienen los vascos” delante de alguna alcachofa, a alguna de esas cosas suyas…

Recuerdo que yo, todavía con la conciencia remordiéndome por haber sido bien educado y haber devuelto el saludo antes a la primera edila, en lugar de, no sé, tenderle la mano con el guante empapado en jugos lixiviados, a ver qué hacía, recuerdo, digo, que me puse farruco con uno de los guardaespaldas, pero poco, porque él enseguida se llevó la mano a la mariconera.

Y por eso también, digo yo, al final mi amigo tuvo que apechugar y devolver el dinero a la infanta. Porque cuando un gorila se palpa la ropa y los complementos uno no sabe muy bien si está buscando la cartera o una pipa.

Así me lo contaron y así lo cuento yo.

 


Quítate tú pa ponerme yo

Lo del retraso del chupinazo fue culpa de mi cuñada, que venía tarde, después de que se le pasaran varias villavesas petadas delante de las narices. A mí al principio lo del ikurriñazo me hizo gracia. “¡Toma ya!”, pensé. Porque pensándolo fríamente es una jugada maestra de agitprop (agitación y propaganda), a la altura de las giraldillas o los tartazos a Barcina. Después, ya se me hizo largo, sentía como que me habían birlado algo, el chupinazo a mí me pone sentimental, los pelos de punta y alguna lagrimilla en el borde de los ojos… Y después el otro lo acabó de rematar con lo del respeto institucional. Vete por ahí, hombre. Qué respeto institucional ni qué pollas, si las instituciones están hechas todos unos zarrios, si tienes al lado un alcalde imputado, si la presidenta presuntamente no lo está porque está aforada (o sea, porque ha hecho uso de un privilegio, o sea porque ante la justicia no somos todos iguales), si hay un país intervenido por mangantes, si… Ese que tiró el chupinazo lo que hizo fue quitar una bandera al salir al balcón y poner otra. Creo que fue el mismísimo Sarrionandia quien dijo que le gustaría que llegara un momento en que la ikurriña fuera solo un trapo de cocina. Cada uno echa a su olla lo que le apetece, lo que le pone, y después limpia con un trapo de cocina los borbotones, las salpicaduras. El problema viene luego cuando llega la hora de tender la colada, hay sitios donde es apropiado y otros donde no, como también es cierto que hay coladas que te dejan tender y otras no. A mí creo que lo del día 6 me habría acabado de convencer si en lugar de una ikurriña hubiesen colgado una contra los recortes, una ristra de chorizos, como los de Casa Casla… Pero bueno, tampoco es cuestión de darle más vueltas, al final mi cuñada llegó a tiempo, y nos fuimos todos a echar unos potes tan ricamente (bueno, tan “ricamente” no porque en realidad fueron unas latas del chino).