Katixa Castellano


Summer of ’45 2

En enero de aquel año el Ejército Rojo entró en Auschwitz y en abril las tropas estadounidenses liberaron a Dédé en el campo de Allach (Dachau). Más tarde yo tendría la suerte de escuchar su risa mientras jugábamos a la petanca en su jardín, así como me tocaría leer en su funeral. Veinticuatro horas después de la liberación de Dachau, murió Hitler; el mismo día de ese mes, pero 27 años después, mis padres se casarían en Roncesvalles. En el año en que se hizo la fotografía se inauguró la Tómbola en el Paseo de Sarasate, a peseta el boleto, y el día del Txupinazo se cerró el penal de San Cristóbal, donde había estado dos años preso el cuñado de mi abuelo. El tío Juanito terminaría abriendo una librería al otro lado de la pared desde la que escribo esto. Ese verano, un día después del cumpleaños de mi abuela, Hiroshima desapareció. La foto es de Sanfermines. Los curiosos miran probablemente al fotógrafo, pero yo quiero creer que les miran a ellos, que observan la satisfacción de mi abuelo y la elegancia de mi abuela, en ese momento, embarazada de mi padre. It was the summer of ’45.

 

 


Dibujar la fiesta

Mi dispensador particular de libros usados amanece por la librería hace tres semanas con una joyita de dieciocho años de antigüedad. Con todos los respetos para el autor del texto, José Miguel Iriberri, los ojos, las sonrisas y los recuerdos se van para el trabajo del ilustrador. En «Sanfermines a vuela siglo» (1998), con foto en la cubierta de una pintura de Rafael Bartolozzi y dedicado a Tomás Caballero, los dedos buscan de forma automática las páginas impares. Porque recuerdas perfectamente aquellos Sanfermines en los que rastreabas el Diario de Navarra hasta encontrar la sección del «Quién es quién» para luego comentar la jugada en la sobremesa nocturna. Es la mejor taxonomía de la fiesta jamás realizada, contiene la ironía, el cariño -también- y la dosis justa de mala leche necesarias para sintetizar tanto matiz de la fauna autóctona. Cada uno tendrá su particular devoción a una o varias de las 45 viñetas, pero ese nativo que lleva colgado desde el día 6 la extranjera, ese equipo protector de La Pamplonesa, el DI.MA.SU y cómo hacer un ajoarriero en cuatro pasos son perlas difíciles de olvidar para servidora. Fotografías hay a paladas, pero dibujar, nadie ha dibujado la fiesta como César Oroz.

P.D. Gracias Santi por el -pedazo- regalo.


102 Sanfermines 1

En 2015 fui a recoger unas entradas para los toros a la Meca en mitad de las fiestas. Me recibió la música de la peña Oberena, tocaban en la cafetería pero llegaban hasta la misma puerta. Con semejante ambientación me acerqué a ver si la encontraba por allí y después de recorrer medio edificio no hubo forma de dar con ella. «No hacen más que ver los toros», me había dicho el primer año que pasó allí. «¿Y tú qué haces, tía?». «Pues verlos también». Ella había sido más de llevarnos a los fuegos con mi abuelo al solar de gravilla donde hoy hay un Corte Inglés y dar una vuelta por las Barracas, donde hoy hay una estación de autobuses. Rematábamos siempre con un helado. Acabo de ir a verla, por el pasillo me he cruzado con una foto imponente de Hermoso de Mendoza rejoneando, un tanto descolorida, y he recordado haber escuchado un día la crónica somera de alguna corrida: «ná, no ha hecho nada», meneando la cabeza con gesto de disgusto. «Y eso, tía?». «Ha matado mal». Al salir hoy de la enfermería la he dejado dormidica. 102 Sanfermines la contemplan.


San Fermín en las manos 2

Mucha gente no sabe que las intérpretes de lengua de signos (ILSE) también interpretan los sonidos. Los sonidos que son relevantes para la comunicación solamente. El ruido de un avión que interrumpe una conversación, el soniquete de un móvil que hace que un ponente deje de hablar en una conferencia, unos nudillos que golpean una puerta en una consulta médica. Todo eso se interpreta para que la persona sorda se encuentre en igualdad de condiciones que un oyente. Para que se gire hacia un punto o sepa por qué alguien se calla. Hay un sonido que los ciudadanos sordos de Pamplona llevan muchos años queriendo escuchar (ojo, oír y escuchar no son lo mismo) en tiempo real. Si hay un ruido cargado de significado es el del Txupinazo. Todavía no se ha conseguido que la accesibilidad del acto más importante de los Sanfermines sea completa, bien se ha negado la presencia de una intérprete en algún balcón por parte del Ayuntamiento, bien, por ejemplo, TVE se ha negado a incluir una en su retransmisión. Si alguien piensa que la Comunidad Sorda va a desistir en la lucha por sus derechos, lo lleva claro, ni se cansan ni se cansarán y si no, al tiempo. Algunos pasos se han dado. Creo que fue en 2011 cuando me tocó interpretarlo, desde el interior del Ayuntamiento, en una retransmisión para Navarra Tv. El piso donde se situaba la prensa parecía el txoko de la Bruja Avería, había tanto cable por el suelo, entre equipos, cámaras y mil artefactos más que mi compañera no podía darme el relevo reglamentario cada 20 minutos, así que tuve que interpretar sin parar durante hora y media. La intérprete de apoyo no descansa mientras dura el servicio, no se lee un periódico o se mira las uñas, está frente a la que signa, recibiendo el mismo audio, atenta a todo, a cifras, a nombres o a la señal que pueda hacer la ILSE principal con la mirada pidiendo ayuda para recibir algún signo. Tuve suerte, la intérprete de apoyo que me acompañaba aquel día es lo que llamo una todoterreno 4×4, curtida en mil marrones comunicativos, alguien con quien puedes ir a interpretar a un infierno sonoro como es la Plaza del Ayuntamiento de Pamplona un 6 de julio a las 11:30 sabiendo que vas a interpretar aunque ella tenga que hacer dibujitos, dar codazos a periodistas o subirse a una mesa para que la veas. Y había nervios, claro, muchos. No pasa todos los días. Interpretar ese agónico «¡¡¡pamplonesas, pamploneses, viva San Fermín!!!» en el tiempo justo, sin que te tiemblen las manos, sin que se note que tu ritmo cardíaco está disparado y rezando para distinguir en el segundo exacto el sonido del cohete cortando el aire no es moco de pavo. Había repetido el signo del Txupinazo unas mil veces los días atrás. En casa, en el ascensor, frente a un espejo. Y mira que es sencillo. Es un signo de los llamados icónicos, se parecen físicamente a la realidad que representan: el dedo índice sale disparado en vertical en el cuadro signante desde el pecho hasta por encima de la frente. Hice mal el siguiente. El del «booom». Debería haber usado el signo de explosión, pero me salió el de «fuegos artificiales». Las dos manos que se abren en abanico por encima de mi cabeza. Luego supe que fue una buena elección, ya que hubo un fallo en la emisión y a las 12.00h se cortó mi imagen porque el enfoque se movió hacia arriba, de tal forma que en las pantallas del Paseo Sarasate alguna persona sorda, aunque no me vio la cara, sí vio las palmas de dos manos abrirse, explotar casi, en el aire. Y escuchó el Txupinazo.

Algo es algo.


Blanco pulcro

Cada vez que parto pan con un cuchillo me acuerdo de ella. En mi casa cada uno arrancaba su trozo de pan directamente de la barra y ella se ponía de los nervios. Me pidió un día que cortara el pan para la comida y al verme soltó «¿qué haces?, ¿¿¿tostadas???». Así aprendí a cortar bien las rebanadas. Mi abuela materna se ponía a hiperventilar si alguien sacaba a la mesa una taza de café sin platillo. Su nivel de pulcritud se situaba unas ocho pantallas por delante de la media. Por eso me dejó de piedra su descripción de la entrada a los toros en coches de caballos, con señoras arregladas y señores impolutos. Aquello era un recuerdo de San Fermín a su medida. Durante años los odió con razón, porque imagino que eso es lo que pasa cuando ves morir al padre de tus hijos un doce de julio mientras la ciudad rebosa fiesta. Y sin embrago le encantaba ver a la gente de blanco y rojo. Un blanco pulcro, eso sí.