Txupiruña


El pantalón blanco 3

Este lunes hemos celebrado el último peldaño de la escalera sanferminera así que, oficialmente, ya hemos entrado en la auténtica cuenta atrás. Y hay que reconocer que en Pamplona, el mes de junio y nuestra cuenta atrás tienen muchas cosas que merecen la pena. Cenas de trabajo para despedir a los compañeros, como si no los fueras a ver hasta dentro de un siglo, el calor asomando por Pamplona, que es un bien tan escaso que nos saca a todos a la calle como los cuernos del caracol miricol. El final del colegio de los niños. Las vacaciones, saludando desde la ventana. Las piscinas que se abren, las fiestas de algunos barrios y pueblos de alrededor para ir abriendo boca…

Pero también llega con el mes de junio el auténtico fin del mundo. Y no exagero. Aunque muchos no lo sabéis, estamos cerca del fin del mundo. Y no me estoy refiriendo a todo el trabajo acumulado o a los intentos por cerrar las cosas antes del seis de julio… Hablo de algo muchísimo peor, una auténtica catástrofe inminente… Porque, ¿quién fue el lumbreras al que se le ocurrió que todos fuéramos de blanco? Somos muchas las personas que cada mes de junio empezamos a escarbar en los armarios y nos hacemos esta insidiosa pregunta.

Vamos a ser sinceros: los pantalones blancos no le sientan bien a nadie si no tienes unas piernas de top model. A nadie, no insistáis. Hay gente que puede llevarlos con cierta dignidad, pero no sientan bien. Es una realidad. Y todos lo sabemos aunque no digamos nada por no aguarles la fiesta a los de alrededor.

En mi casa dicen que soy una persona relativamente llevadera excepto el día que saco la ropa de San Fermín del armario, trato de entrar en uno de esos cabrones pantalones que, como todo el mundo sabe, encoje cada año dentro de los cajones y decido irme a comprarme unos nuevos que antes de probarme ya sé que me va a causar un intenso dolor psicológico dentro del probador. A veces pienso que el Ayuntamiento decidió rehabilitar el Condestable y poner un centro cívico solamente para ahorrarme el mal rato que pasaba cada año el día 5 de julio en Almacenes Pamplona, probándome pantalones y pensando que, definitivamente, ese año iba a tener que salir el día 6 en vaqueros, como una guiri cualquiera.

Cierto que luego llega el día 6 y todos vamos tan contentos, uniformados y esclarecidos. Pero algún mediodía, durante el aperitivo albergo la sospecha de que todos bebemos tanto durante estos días solamente para tratar de olvidar por un rato lo poco que favorece ese pantalón básico que nos compramos para San Fermín. Anudarnos la faja y salvaguardar nuestra autoestima en algún rinconcito entre el pañuelo rojo y esas pulseras que le acabamos de comprar a un vendedor callejero.

 

 


Una frase primaveral pamplonesa 2

Estamos cerca, peligrosamente cerca de San Fermín. Es una constatación objetiva y tenemos dos pruebas irrefutables:

  • Ya solo nos queda un peldaño para celebrar de la escalera de este año.
  • Mis hijos, cada vez que pasamos por la calle Estafeta, cosa que ocurre muy a menudo (a razón de 3 o 4 veces por semana) corren hasta el final en vez de venir a mi lado porque quieren mirar cuántos días, horas, minutos queda para el cohete.

Además, a nuestra edad, en esta época del año puedes descubrir perfectamente quien es más de Pamplona que seguir soñando con las escaleras mecánicas de Unzu, solo porque en algún momento le has oído comentar:

—Yo, este año, solo voy a salir el 6 de julio, que es el mejor día.

Es una de nuestras frases míticas. Y lo mejor de todo es que, cuando la decimos, sabemos perfectamente que ni siquiera es verdad. Saldremos. Saldremos, seguramente todos los días. Simplemente es un síntoma de que ese día estamos decididos a venirnos arriba y darlo absolutamente todo. Ir a muerte, como si no hubiera un mañana. Como si los hijos no estuvieran durmiendo en casa de los abuelos y no nos esperase detrás de la frontera un mundo de lavadoras blancas que poner.

Yo, el año pasado, en mi euforia de la mañana del 7, después de un 6 de julio en el que había disfrutado de cada minuto, cometí el grave error de decirle a mi hija mediana que “el año que viene” se vendría conmigo. Estamos a mayo, así que llevo 10 meses absolutamente arrepentida. Y, ella, los mismos 10 recordandome cada día que este año va a salir conmigo el día 6 de julio y que solo su hermano pequeño se quedará con la abuela. Por mucho que piense que me tenía que haber mordido la lengua ese día, sé que no hay marcha atrás. Cuando se trata de compromisos sanfermineros, hay que cumplirlos. Tendremos que ajustarnos todo el día. Ella tratando de parecer más mayor de lo que es y sin que se le caigan los ojos a una determinada hora. Yo, limitando el consumo de sorbete en el Gazteluleku. Y quien dice de sorbete dice de todas las demás bebidas espirituosas con las que me tendré que tropezar ese día.

Ya falta menos, es cierto. 56 días. Y en cada uno de ellos hacer la cuenta atrás para que el mundo, de nuevo cambie de eje y nosotros brindemos por ello.


Garito polita 1

Estamos en la semana del pintxo. Una de esas tradiciones pamplonesas. Un acontecimiento culinario, por eso de que son muchos los bares de Pamplona que se esfuerzan por crear obras de arte gastronómicas en miniatura. También es un acontecimiento social, porque todos salimos en busca del pintxo perfecto. Nos saludamos, comentamos, saboreamos, brindamos y, en definitiva, compartimos la experiencia en cada uno de los bares que participan en esta aventura.

Lo que no falla nunca es la famosa conversación sobre lo caros que son los pintxos que participan en el concurso. Lo son. No si valoramos el esfuerzo que tienen detrás, pero posiblemente sí cuando lo comparamos con el coste que tiene en Pamplona salir de pintxos durante la vida normal o, todavía peor, durante cualquier juevintxo.

Lo que ocurre es que no deberíamos cuantificar el dinero por la vida normal.

¿Qué hay más caro en el mundo que salir a tomar el aperitivo durante los sanfermines?

Estoy segura que todos los que somos padres de familia hemos vivido esta situación: hemos dejado a los niños con los abuelos para poder salir una noche de San Fermín. Esa noche, como no podría ser de otra manera, lo hemos dado todo. Te has venido arriba antes, incluso de tomarte el sorbete del Gazteluleku. Has llegado a casa después del encierro, con el chocolate en el estómago y diez kilos de collares comprados durante la noche. También unas gafas XXL estilo hippie años 70, por supuesto. Y una mezcla de alcoholes difíciles de digerir enredadas en tu cuerpo.

A la mañana siguiente, nos hemos levantado destrozados. Absolutamente destrozados.  Pero hemos quedado que el intercambio de los niños es en la plaza del castillo en el aperitivo. El aperitivo más caro del mundo, por supuesto. No solo porque es san Fermín y sentarte en una mesa de la plaza del castillo está al nivel de conseguir pagar la deuda de un país mediano. Pero, es que, encima, tus padres/suegros/cuñados se han quedado a los niños y, por eso, tú estás obligada a pagar sus consumiciones. Esa es una ley indudable. Pagarás los martinis, las rabas, el sol de la terraza de la plaza del castillo e, incluso el acordeón que pasa a tocar esa cancioncilla que te destroza el cerebro. Pero disimularás para que nadie diga que eres una floja y que no sabes salir. Para que nadie piense que hace solo seis horas estabas subida a la barra de una peña bailando “A la calle, a la puta calle…”,

El aperitivo más caro del mundo te deja, por eso, una sonrisa en los labios y te equilibra el alcohol en vena.

No hay nada más que se pueda pedir. Y ni siquiera la semana del pintxo puede cambiar ese hecho: hay tradiciones caras. Todo es cuestionable. Excepto san Fermín


La marmita de ajoarriero 2

Nosotros vivimos en el centro. Vivir en el centro tiene sus ventajas y sus inconvenientes, como todo en este mundo; pero hasta esos inconvenientes se pueden perdonar solo por el placer de vivir en el casco viejo de Pamplona durante los nueve días que dura San Fermín.

Imagino que alguno de vosotros está pensando en esos pequeños detalles cenizos que todo el mundo pregunta:

—¿Dónde aparcáis durante esos días, si ni siquiera podéis meter el coche hasta la puerta de casa?

—¿Y, el ruido constante?

—¿Y esa sensación de que, cada vez que salís de casa estáis en plena fiesta y no podéis desconectar?

—¿La suciedad?

Lo cierto es que todo esto son cuestiones menores frente a lo más importante: a lo irrefutable. Durante esos nueve días vives en el centro del mundo. Te pones la camisa y los pantalones blancos, la faja y el pañuelo y estás en plena fiesta sin perder el tiempo buscando nada, ni cogiendo villavesas, tratando de aparcar, planificando horarios…

También tiene otra cosa, eso de vivir en lo viejo. Tu casa es la base de operaciones de todo el mundo. Paramos poco en casa, pero cuándo estamos, el timbre echa humo de amigos propios, de los hijos y familiares varios que vienen a almorzar, a ver la procesión, a tomar el aperitivo o al baño entre bar y bar. Por eso, tradicionalmente, en nuestra casa el 5 de julio hacemos dos grandes cazuelas: una de ajoarriero y otra de magras con tomate. Las vamos rellenando conforme van avanzando las fiestas porque, con eso, pan y vino puedes dar a cualquiera un espacio de refugio.

Cuando nos vinimos a vivir al casco viejo, hace ya media vida, lo tengo que confesar: lo mismo que algunos escritores contratan a un negro para sus manuscritos, yo me llevaba a mi madre de contrabando a casa el 5 de julio para que me preparara una enorme cazuela de ajoarriero. Mi madre, sin temor a equivocarme, hace el ajoarriero más bueno del mundo y reto a cualquiera a una cata para certificarlo.

Después, pasaron los años y una va madurando. Y, en realidad, ¿qué es madurar sino aprender a hacerte tú misma tu propia marmita de ajoarriero para acoger a los amigos durante San Fermín?

 

 

 


En mi casa celebramos la escalera 3

El día uno de enero, como cada año, las familias se reúnen para celebrar la comida de año nuevo. La mía también. Ese día muchas personas escriben, además, sus listados de buenos propósitos que cumplir. En mi casa lo tenemos muy claro.

El uno de enero nos juntamos todos y comemos por ahí. Si alguien nos ve, seguramente pensará que estamos celebrando el año nuevo; pero nada más lejos de la realidad. Nosotros celebramos el primer peldaño de la escalera sanferminera.

Después de comer, con los cafés o los brindis, algún desaprensivo suele atreverse a decirme:

─A ver cuánto tardas este año en fallar a la cita.

Y es que, el que deja de salir un solo día durante la escalera es un flojo y tiene sangre de horchata. Esto es así. Y que en este momento de la vida yo sea la única que tiene hijos en edad de hacer tareas, ir a extraescolares, a los que hay que bañar y dar la cena en absoluto libera de las obligaciones de salir a tomar algo el uno de enero, dos de febrero, tres de marzo…

Suelo enfadarme. Les hago un discursito sobre lo dura que es la conciliación y saco a colación aquella vez que mi madre y mi tía no salieron un cuatro de abril porque prefirieron irse de vacaciones.

─¡Pero lo celebramos en Roma! ─se defiende mi tía, con la pasión del que nunca será pillado en un renuncio sanferminero.

─Y a mí me convalida que los dos días que falté el año pasado, mandé a Iruña en mi lugar ─alego, con algo de vergüenza.

Mi hija, al escuchar que hablamos de ella, se une al clan de los liberados de cargas familiares y ataca también.

─Oye, oye… ¡Yo voy porque también celebro la escalera con la abuela y los tíos! No pretendas hacerme una sucursal tuya.

El debate está servido. Hay que dejar a los hijos volar. Y también subir sus propias escaleras.

Podemos seguir así durante toda la tarde.

Es una tradición sanferminera más. La primera del año. La de la sobremesa del uno de enero.