Alejandro Pedregosa


Mi primer San Fermín 1

Era mi primer San Fermín. Y allí estaba yo, con aquella sangre pegajosa que me bajaba de la cabeza hasta el vientre y me manchaba a su paso, como un reguero de lava fría, los pechos desnudos. Katy, mi compañera de clase en la facultad de Ciencias Ambientales, me había convencido una semana antes. «Ya verás, es súper emocionate», me dijo. Y en parte lo era. De lo que Katy no me había hablado era del fabuloso miembro viril (también rojo de sangre) que se apoyaba en mi hombro derecho y al que yo, de vez en cuando, miraba con una extraña mezcla de asombro y precaución. Un chiste malo se iluminó en mi mente al respecto de “las orejas y el rabo”. Peor aún era lo de Katy. Tenía encima (muy concentrado en su papel, a peso muerto) al coordinador de los ecologistas de Valladolid, que rondaría los ciento y pico kilos. Un mal cálculo por parte de la organización. Deberían haberlo puesto en la base, y no en la cima de la montaña; aunque, bien mirado, era el único de toda la protesta que parecía un toro de verdad, no estaba de más darle cierta visibilidad.

El verano, a pesar de estar a primeros de julio, no había llegado a Pamplona. Un vientecillo del norte se cebaba en nuestros cuerpos desnudos. Eché un vistazo a mi hombro derecho. El frío no parecía menguar la salud de mi compañero. Felizmente la lluvia llegó en nuestro rescate. Alguien dio la voz de alarma y, poco a poco, la montaña humana se fue deshaciendo. Los fotógrafos y las cámaras de televisión habían tenido tiempo más que de sobra para grabar nuestra denuncia contra el maltrato animal y las corridas de toros. La protesta había concluido.


El recado 4

El otro día iba a hacer recado por Carlos III cuando un periodista de no sé qué cadena local me asaltó micrófono en ristre con una pregunta peliaguda:

–¿Cuál es su momentico preferido en San Fermín?.

–Bueno, tengo varios –respondí–, por ejemplo cuando…

El joven me cortó algo despiadado.

–No, necesitamos sólo uno. El preferido.

Me quedé parado unos segundos. Aquello me obligaba a una reflexión casi metafísica. La elección tenía incluso un punto de perversidad que me mosqueó ligeramente. No obstante el reto de extraer un momento (de entre todos los momentos) y colocarlo en al altar de “favorito” no dejaba de ser un interesante ejercicio de síntesis. Le pedí a mi interlocutor un minuto, y el muy jodido me lo concedió con el ojo puesto en el segundero. Pasado el plazo contesté:

–Los bailes en la Plaza del Castillo.

No pudo disimular una mueca de asombro, y eso me hizo sentir bien.

–Pero…

Ahora fui yo quien le corté:

–Acudo todas las tardes religiosamente, con la misma devoción sanferminera que otros van a los toros. Yo disfruto con los txistus, con las cadenas humanas danzando alrededor del kiosko y la luz morada del atardecer.

El joven seguía ligeramente aturdido aunque mantenía el tipo con media sonrisa impostada.

–Me gustan, sobre todo, el Zortziko porque tienen una rara alegría que levanta el alma, y el Zazpi Jauzi, que aunque es muy infantil es también muy popular, y lo pueda bailar cualquiera, incluso los que vienen por primera vez a Pamplona; pero sobre todo yo soy de la Era, con su cadena, su fandango, sus boleras… Es elegante la Era… acaso el más elegante de los bailes navarros..

Y así estuve un rato, desvelándole a aquel reportero aprendiz los pormenores de dantzas y jotas hasta que consideró que ya tenía suficiente y dio la entrevista por concluida. Me despidió con un golpe en el hombro. Yo levanté la barbilla, me llevé las manos a las ruedas y di un fuerte empujón para ponerme en marcha. La silla y yo comenzamos a movernos camino de Merindades. Tenía que hacer un recado.

 


El dentista 3

Son más de treinta años de profesión y en mi vida había visto algo semejante. Y créanme que treinta años dan para mucho: encías putrefactas, raíces indómitas, operaciones maxilofaciales, infecciones jodidísimas y mil cosas más, pero nunca, nunca, me había topado con algo como aquello. De hecho, cuando Bryan abrió la boca un inesperado vértigo me hizo tambalearme. Aquello no era boca, era un derribo. Si exceptuamos las cuatro muelas traseras el resto de la boca no existía, o lo que es peor, existía pero a cachos. Un pedazo del colmillo derecho le asomaba ligeramente de la encía y otro trozo de un premolar se aferraba a su raíz con triste agonía; del resto de piezas no había noticia.

Miré la ficha. Llevaba viniendo a mi consulta desde crío. Yo mismo le había puesto la ortodoncia.

-A ver, Bryan, cuéntame qué te ha ocurrido, ¿cómo ha sido posible este desastre?

El jovenzuelo me miró. Y en la profundidad de sus ojos azules empezó a fraguarse una tormenta de lágrimas. Antes de echarse a llorar acertó a decirme:

-San Fermín… yo estaba muy borracho… en una plaza… había una fuente…


El momentico 2

Xabi, como todos los años, almorzaba el día seis en el piso que uno de la cuadrilla tenía en la calle de la Curia. Con el paso del tiempo a la cuadrilla se le habían ido añadiendo parejas e hijos que convirtieron el piso de la Calle Curia en un lugar más estrecho, bullicioso y feliz.

Xabi, como todos los años, abandonaba el almuerzo a eso de las once de la mañana y, puñelico en el puño, corría hasta la residencia de ancianos donde su madre, la señora Milagros, se extinguía muy lentamente y sin notarlo por obra de un Alzheimer puñetero que le había cercenado el habla y la memoria hacía ya bastante tiempo.

Xabi, como todos los años, saludó a las cuidadoras, besó en la frente a su madre y le empezó a hablar como si ella tuviera la capacidad de entenderlo. Le enseñó el pañuelo rojo que en breve le anudaría al cuello, le contó los detalles del almuerzo y la terrible borrachera que Koldo, aquel amigo soltero y gigantón, iba camino de pillar.

Xabi, como todos los años, empujó la silla de ruedas hasta colocarla frente al televisor. Era su momentico, el de los dos. Acaso era un acto absurdo, sin duda, pero no menos absurdo que levantarse a las cuatro de la mañana para ir a la fábrica.

Xabi, como todos los años, esperó a que el cohete estallara en el cielo vertical de la Plaza del Ayuntamiento y le ató a su madre el viejo pañuelo con el santo bordado. Luego la miró a los ojos, perdidos y cristalinos y, como todos los años, jugó a creer que algo de aquel ritual había quedado en el interior de su mirada.

Como todos los años, Xabi, a eso de la una, avisó a una cuidadora para que recogiese a su madre. Él ya se marchaba. Y como todos los años antes de despedirse la besó en la frente y le susurró al oído «viva san Fermín» (así, suave, sin vigor ni exclamaciones). Como todos los años no esperó nada a cambio de aquel beso y se giró para salir a la calle. Sin embargo, contra todo pronóstico, en aquella ocasión un sonido liviano, casi imperceptible, le agarró por la espalda: «Viva», contestó la madre.

Fue entonces cuando Xabi, afligido, comprendió que aquella palabra inesperada no era más que una hermosa despedida, que aquel sería el último año.