Archivo por días: 20 de febrero de 2018


IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

CARRERA

Luis De Dieego águia

Son las ocho de la mañana cuando el chupinazo salpica con estruendo el amanecer de los corredores. ¡’Por qué es San Fermín! Y Pamplona está de fiesta grande. En los corrales los toros bravos se agitan nerviosos, sólo detenidos por los cabestros mansos que consiguen detener sus ímpetus.

¡Por fin se abren los corrales! La multitud en la calle comienza también a removerse nerviosa mientras ven aparecer los primeros mansos seguidos por los bravos. Se inicia la carrera, bravos contra hombres y mujeres que los provocan, que corren que se apartan, que se lanzan sobre las vallas para no ser alcanzados por los cuernos de los astados. Ya han traspasado La Cuesta de Santo Domingo y dejan atrás el ayuntamiento, soflaman Mercaderes para en su curva dejar los toros sus golpes imparables y entrar en Estafeta, donde el cansancio los comienza a frenar. Asé llegan a Telefónica, cansados, aunque alguno suelto, con el peligro que conlleva. Por fin el callejón, peligro de montonera, caídas, pisotones, astas en busca de carne, y la plaza de toros abriéndose a la entrada de los toros que con los cabestros buscan los corrales.

Dos minutos y medio de risas, llantos, carreras y mucho San Fermín en pañuelos rojos.  

FINAL DE ETAPA

Miguel ángel Peñuelas Ayllón

Los primeros rayos de sol topan con la muralla. El murmullo del Arga embruja el final del Camino. Cerca de Santo Domingo suena tibia la cencerrada de los mansos. La mochila se inclina bajo la estatuilla del santo. Llegan los primeros corredores con el periódico doblado. Rostros serios que con el abrazo la sonrisa renace. Luego, el tumulto; casi ahoga la mirada. En un suspiro los cohetes; comienza la carrera. Cabestros, bravos, camisas blancas con pañuelos rojos, un todo arcoíris cegador, un relámpago. Alcanzo con el recuerdo Mercaderes y aquel cochecito de metal para el hijo; Estafeta y el primer chacolí amable en tierra de Irún; Telefónica y mil voces de mil lenguas; termino en la plaza de toros, exotérica, de entrañas angostas, donde los cuerpos arañaban a la arena para enterrarse hasta que unos brazos los alzasen de un asta de muerte. Dentro el ruedo, como el símbolo de un círculo de vida. Salto por el burladero y frente al gran teatro del mundo, gradas y palcos, siento, por unas horas, sin desafíos. Loca vida, alegría por saberte vivo. Un año más, entre gigantes y cabezudos, kilikis y zaldikos, salpicado del embriagador sonido de gaitas y chistus. ¡Ultrea! ¡Buen camino! 

ENTELEQUIA

Pablo Antonio Rangel Díaz

Anteanoche conducía serenamente mi coche por la antigua carretera a Jaca cuando vi luces intermitentes sobre el arcén indicando que un automóvil se había averiado. Estaba oscuro y llovía a cántaros. Aminoré la velocidad para indagar si alguien necesitaba ayuda. Dentro del coche una gigante cabeza de toro de lidia de blancas muelas escanciaba vino desde una tinaja en una boina roja; sonreía plácido. Lucía pañoleta azul y chistera negra muy elegante entre los corniveletos. ¡Mierda! Grité horrorizado. Por fortuna no había descendido del coche y aceleré a fondo sin quitar la vista del espejo retrovisor. Había alcanzado las ciento veinte millas por hora cuando vi que una luz se acercaba temerariamente e intentaba rebasarme. De soslayo miré al conductor del auto e Inmediatamente reconocí la blanquecina sonrisa. Cagado de miedo disminuí la velocidad para permitir que el espanto desapareciera, pero enseguida pensé: “oportunidad de ver con mis ojos una entelequia” y volví a acelerar a fondo hasta atisbar nuevamente el culo del coche. Lo aceché de cerca; emanaba lucecillas y olores a vino añejo, a queso Mahón, a boñiga seca. Me sedujeron los aromas y la alegría que despedía aquel coche con el toro adentro que se detuvo en la plaza consistorial.